París, 9 de septiembre de 1971
Mi querida: Tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre
tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales,
aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de
auto que estuvo apunto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de
todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das
cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero
viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del
cariño y la confianza -y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no
de la muerte.
Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya.
Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor
de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se
tratara de mí mismo. El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos
todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder
era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los
verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese
privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no
obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la
luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o
triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria.
Sólo te
acepto viva, sólo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el
tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte
una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.
Julio
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